domingo, septiembre 20, 2009



CONFIESO QUE HE VIVIDO
Enviado por Alejandra Gallero Urizar el 23 Setiembre 2009

He elegido para esta columna el mismo título que el propio Pablo Neruda le dio a su biografía, ya que esa frase es la que mejor define la existencia del poeta.

Vivió con la intensidad de un adolescente, amó sin límites, jugó como un niño hasta que se impuso el mismo final hacia el que todos avanzamos: la muerte.

Hoy conmemoramos 36 años desde que su cuerpo dejó este mundo, sin embargo, en esta oportunidad quiero invitarlos a celebrar su vida. Esa vida que sigue bullendo en el alma parralina y en la de muchos hombres y mujeres en los más diversos rincones de la tierra. Creo que es lo que él esperaría de los habitantes de la tierra de las uvas, el arroz y la cuna de Pablo Neruda, referentes que distinguen y enorgullecen a Parral.

El niño Neftalí nació en una casa de Parral que hoy ya no existe. Sólo vivió su primera infancia en estas tierras, ya que pronto sus abuelos lo llevaron al fundo Belén, VIII región, en donde empezó a despertar esa curiosidad insaciable que marcó su tránsito de poeta pobre y bohemio, para luego llegar a ser embajador en tierras lejanas y vivir amores que incluso pondrían en riesgo su integridad física. No pocas veces la soledad fue su compañera pero sus dotes de escritor y poeta lo ayudaron en esos trances lejos de su amada patria.

Fue perseguido por sus ideas políticas y vagó de casa en casa eludiendo a sus cazadores. Pero el cerco se cerraba y le aconsejaron atravesar la Cordillera de los Andes por un paso que sólo los arrieros conocían. Así, a lomo de mula, entre la fascinación del paisaje y los peligros de la ruta, salió de Chile poniendo a salvo su vida y la enorme riqueza que llevaba adentro: su trascendencia poética.

Es ese legado el que logra que su presencia siga viva entre nosotros. No, Neruda no ha muerto. La envoltura corpórea que lo encerraba dejó libre su espíritu gozador, juguetón con las palabras cuyos sonidos se imponían en sus versos cual si tuviesen vida propia.

Su paso por el mundo no estuvo exento de penas, tal vez la mayor de todas aunque la acallara: la muerte de su única hija Malva Marina. Ningún padre queda indiferente ante un dolor tan profundo. La última, la que apresuró su fin, el golpe de estado de 1973 con su carga de odio y el destierro para siempre del sueño de ver al hombre libre sonriendo por las calles de las ciudades porque una esperanza nueva iluminaba su corazón.

Pero todo lo vivió con intensidad, no sólo los hechos importantes, sino también las cosas simples de la vida. Se rodeó en su casa de Isla Negra de maravillosas colecciones y juguetes. Amores a primera vista que le impedían dormir hasta no poseerlos.

Una vida tan plena no se lamenta. Una vida tan fructífera para generaciones y generaciones que hemos crecido con sus versos, sólo cabe celebrarla.

Alejandra Gallero Urízar
parralina@yahoo.com

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