Enviado por Luis Espinoza Olivares 17 julio 2016
TEXTO
TRANSCRITO DEL ARTÍCULO DE CRISTIÁN WARNKEN, PUBLICADO POR EDUGLOBAL
El emperador
ha quedado desnudo a la vista de todos, como en el cuento de Andersen. Los
colegios particulares, donde estudia la élite, esos que cobran aranceles
desmedidos, muestran resultados desastrosos en lectura; la educación chilena,
en vez de nivelar para arriba, está nivelando hacia abajo.
Ya no hay un
“arriba” al cual aspirar o imitar. Por lo menos en el ámbito de las
humanidades. ¿Y por qué este resultado catastrófico? No pretendo demonizar la
tecnología frente al libro: ese no es el tema. Lo digital coexistirá con lo
impreso, como hoy la radio con la televisión. Tampoco creo en que el libro sea
un objeto obsoleto: la reaparición del tocadiscos en gloria y majestad
desmiente a sus sepultureros. ¿Alguien se atrevería a dar por muerto el libro,
tal vez la invención tecnológica más importante de la historia?
En un mundo
vertiginoso, donde abunda la información y el ruido, la literatura es un
refugio, un oasis, un antídoto contra la soledad y la alienación. Un espacio
donde florece la gratuidad en tiempos de glorificación del rendimiento. Por
ello es tan preocupante saber que nuestros jóvenes de la élite no leen ni
comprenden lo que leen. Porque la literatura tiene sus propios placeres y
epifanías que ayudan a “recargar” la vida de asombro y entusiasmo.
Los padres,
que se movilizan para protestar por el exceso de tareas que los niños llevan a
la casa, debieran empezar a llevarse ellos mismos algunas tareas para la casa:
¿Cuánta atención les están dedicando a sus hijos? ¿Qué lugar ocupan los libros
en las casas? ¿Son un adorno o circulan, se hojean, se disfrutan, se comentan?
Tenemos una generación de niños y jóvenes de clase media y alta abandonados,
entregados a iPads, iPhones, regalados a diestra y a siniestra. La conversación
con las frías pantallas reemplazó el encuentro cara a cara. ¿Alguien les lee
cuentos a los niños, y mantiene la posta de ese rito sagrado, que impide se
seque el pozo de la infancia?
Una oralidad
rica es tan importante como la lectoescritura. Hemos olvidado la riqueza de la
oralidad popular, generosa en refranes, dichos, y ahora estamos perdiendo
nuestro acervo cultural escrito, que es donde se nutría la élite del siglo XIX.
Crucemos los datos: consumo desmedido de alcohol entre los adolescentes
chilenos, analfabetismo, vidas donde todo sobra y nada cuesta y donde falta lo
esencial: el sentido. Mezcla explosiva de la que estos malos resultados en
comprensión lectora son solo uno de los síntomas.
¿Y los
profesores? Los profesores hemos perdido la convicción de que la lectura, la
buena literatura pueden entusiasmar a las nuevas generaciones. Hemos convertido
la lectura, que es un goce, un placer, un “vicio impune”-como decía Borges-, en
una obligación, en una rutina tediosa y mecánica. Hemos desoído el consejo de
Gabriela Mistral: “No coloquéis sobre la lengua viva de los niños, la palabra
muerta”. Olvidamos que no hay un solo ser humano que no quiera que se le cuente
un cuento. Dejamos de ser los narradores que debíamos ser para convertirnos en
pasadores de materia.
El sistema
nos obligó a ser esclavos de indicadores externos. Este mismo indicador de la
lectura (la prueba Simce) corre el riesgo de profundizar el problema en vez de
solucionarlo y es probable que los “especialistas” quieran ahora aplicar con
más intensidad sus recetas, recetas que son coadyuvantes del mismo fracaso. ¿Y
adónde nos llevan esas recetas? A que los niños, en vez de leer a Homero, los
hermanos Grimm o los cuentos populares chilenos -e identificarse con sus héroes
y míticas hazañas-, lean artículos periodísticos breves para responder pruebas
de alternativa. Esos niños que serán jóvenes, frente a las pobres alternativas
que se les ofrecen en el colegio y la casa, solo anhelarán que llegue el fin de
semana para “borrarse” en carretes cada vez más proporcionalmente alienantes al
sin sentido ambiente.
Son los
hijos del hastío y ya no saben leer.
Luis Espinoza Olivares
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