Recibido de Marcelo Sepúlveda Oses el 23 enero 2017
Prefiero
la tierna mirada de un niño recién nacido, las frutas de la temporada, la
música de un concierto, el piar de las aves, la delicadeza de la lluvia, mi
cordillera, el amor en un beso y mi sur milenario. Amo la palabra precisa y el
verso justo, el rumor de la noche bajo un panal de estrellas, un trago de agua
dulce, la siembra en la huerta.
Mientras
despierto, en la comisura de la ventana, se me aparecen los primeros rayos del
sol despeinándose en colores múltiples, la luna escapando hacia tierras
lejanas, un motor que interrumpe la quietud, perros lloriqueando a lo lejos,
territorio en movimiento, vigilia natural en un cuerpo prestado, dulce almíbar
de miel y azúcar, tierra fértil, golondrinas en verano. Se apaga la oscuridad,
aguardamos nuevos desafíos, desplegamos el conocimiento como virtud
trascendente, servimos el café a la mesa, el día regala su anuncio de tareas
por comenzar.
A veces,
vamos dando tumbos por la vida sin razón aparente, perdemos la brújula y el
astrolabio, se anuncia una tempestad siniestra, el corazón parece detenerse en
su afán prioritario, miramos el futuro incierto y esto nos asusta, nos
descompensa; entonces, atrevidos, desechamos la vida, nos abandonamos a la
suerte del destino.
Reír nos
hace bien, escuchar, atentos, al semejante quien transita a nuestro lado,
elegir la paz y la esperanza como herramientas de sana convivencia, aceptar las
derrotas como aprendizaje vital, mitigar el horror del hambre en el mundo,
atender al desvalido y minusválido, regar el jardín, navegar el océano hasta el
confín del espacio, sembrar ilusiones, cosechar el trigo, aunar esfuerzos para
construir una mejor sociedad y un planeta habitable.
En este
tiempo moderno, las comunicaciones están al alcance de la mano, pero asumimos
una existencia más individualista donde el diálogo y la charla amena parecen
exiliados en nuestro diario convivir, ya no se narran cuentos antes de dormir,
ya no se escucha al otro, dormitamos en la aldea digital sin tiempo, atareados
en cien mil quehaceres, dueños del conocimiento y materialistas por definición.
Al dar una
tarea por cumplida, se nos aparece el acierto de una buena obra, por tal,
dedicar cada mejor empeño en la obligación del día a día nos sitúa como hombres
y mujeres aferrados a construir un mundo nuevo para todos sin excepción.
Al
parecer, “todo tiempo pasado fue mejor”, aunque no debemos doblegarnos a tal
premisa, pues el futuro se construye en el hacer del aquí y ahora, nuestras
manos moldean la arcilla para que una obra de arte aparezca ante los ojos
maravillados del espectador. Así, al caer el crespúsculo, podremos valorar
nuestras acciones como buenas obras que nos dirigen hacia mejores tiempos. El
pasado es experiencia que define el futuro, aguardo con fe cada obligación y
trabajo en esfuerzo para alcanzar metas y propósitos.
En
definitiva, prefiero la vida, prefiero el amor. Prefiero una tarde de ocio
admirando el tránsito ordenado de las hormigas, mi siesta bajo un roble, la
sandía madura, el pan fresco, el agua pura y cristalina, prefiero el silabario,
“Cien años de soledad”, los versos de Gabriela y un quijote en cada pueblo.
Prefiero Retiro, prefiero Parral.
Entonces,
meditar en la intimidad del ser, en la profundidad de la razón es plegaria y
oración, búsqueda, incansable, de sí mismo, una identidad propia y personal,
desafío del siglo XXI para alcanzar la comunión entre hermanos, para establecer
la armonía y concordia, el encuentro y la sabiduría como estandarte.
Marcelo Sepúlveda Oses
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