Recibido de Marcelo Sepúlveda Oses el 19 junio 2017

La familia, en nuestra
sociedad actual, se declara como el núcleo fundamental. Allí, conviven padres e
hijos, se organiza las relaciones interpersonales, se declara amor y afecto, se
practican las primeras palabras, el niño pequeño aprende valores fundamentales,
se desarrolla el compromiso, la solidaridad, honestidad y honradez, se
resguarda la memoria histórica, se adquiere un capital cultural que apoya la
formación escolar, se vive y disfruta el tiempo de ocio y de descanso, se
participa en el discurso, en la construcción del pensamiento, una personalidad
única y exclusiva que definirá nuestro actuar en la vida adulta.
Aunque, hoy por hoy, la
familia nuclear ha disminuido su organización básica y encontramos, cada vez
más, familias monoparentales, es decir constituidas por un progenitor (padre o
madre) e hijos o aquellos que conviven con otro familiar. No podemos afirmar
que aquello sea positivo o negativo, lo que si encuentra certeza es que falta
la representación física de un progenitor y esto puede influir, directamente,
en la formación de los hijos.
La familia se
constituye en un referente para sus miembros y también, en relación con los
semejantes, aquellos que comparten un mismo espacio territorial, social,
cultural, religiosos, político u otro, la familia articula el acompañamiento,
permite la contención ante eventos catastróficos, defiende y procura bienestar
para sus miembros, dirige el actuar e influye en la vocación de sus más
pequeños. La familia reúne, en paz, armonía y concordia a todos sus miembros,
este en el ideal de un funcionamiento positivo del núcleo familiar.
Cuando la familia se
disgrega porque los hijos asumen sus propias responsabilidades, los que fueron
padres quedan recluidos, en muchos casos, a la soledad que confunde su
existencia, adultos mayores que deben enfrentar la disolución del núcleo
familiar y dependen del afecto que sus hijos manifiesten, de la compañía de
quienes, un día, fueron su mayor responsabilidad.
Esta semana que
celebramos el día del padre y en mayo, cuando dijimos feliz día mamá, se
recuerdan a los pilares fundamentales de cada familia, así mismo, cuando los
padres han partido de este mundo, guardamos buenos y sanos recuerdos de su
persona, añoramos poder encontrarnos con ellos, seguramente, en otra vida,
aquella vida que para el mundo cristiano es la resurrección en el el paraíso de
Dios para constituir una nueva familia, aquellos redimidos y perdonados de sus
pecados ante la presencia del Padre. Dios Padre protector, todopoderoso y
omnipotente, creador del universo, nuestro encuentro con la divinidad.
Ser familia requiere
sacrificio, esfuerzo y empeño, dedicación para construir, cada día, una
convivencia fundada en el amor para proteger y acompañar a cada uno de sus
miembros. Ser familia solicita estar disponible cuando uno de sus miembros se
encuentra en dificultades, cuando la enfermedad nos ataca, cuando la desgracia
agrede y las necesidades materiales nos sorprenden, entonces, la familia debe
actuar con diligencia para solucionar cada conflicto, cada problema emergente
en el continuo devenir de los acontecimientos.
Una familia que
permanece unida, puede vencer los obstáculos, puede defender a los suyos, puede
educar a niños y jóvenes para desarrollar potencialidades, habilidades,
destrezas y vocación, el qué hacer con nuestra existencia, cómo practicar la
resolución de problemas en diversos y múltiples desafíos, el crecimiento
armónico de sus más pequeños para que en un futuro sean hombres y mujeres de
bien.
La sociedad moderna,
requiere familias constituidas bajo el amparo del respeto entre sus miembros y
con otros en la comunidad donde habita, defender su función primordial de
núcleo social básico, un motivo para aprender, crecer y desarrollarse, así
continúa la gran rueda de la vida donde fuimos hijos y somos padres, no repetir
los mismo errores y avanzar hacia un mundo mejor y más pleno.
Cuando yo era un niño,
mi padre tomó mi mano en el amparo del cariño y me enseñó a caminar, me regaló
las primeras palabras, corrigió mis errores, me señaló un camino, sendero y
ruta, me obligó a levantarme cuando la frustración alcanzó mis actos, fue quien
estuvo presente para enseñar que el mundo era un territorio indómito en el cual
defender la propia opinión debía ser un compromiso conmigo mismo y con los
demás. Mi madre, mujer de trabajo, fuerte ante las adversidades, cariñosa en la
enfermedad para buscar remedio, honesta al definir mi error y corregir, capaz
de dar vueltas la tierra para encontrar destino a mis pasos, aquella que negó
la falta de respeto para construir, en equilibrio, mi familia, para que cada
quiene asumiera el costo de las decisiones personales. Ambos, fueron capaces de
guiar mi existencia en el complejo devenir del mundo que nos tocó vivir.
Gracias familia, allí
encontré sostén para mis deseos y propuestas de vida, aprendí a rezar, a pedir
por el mundo y mis semejantes, a escuchar la palabra de Dios y aguardar, en
calma, el futuro incierto de nuestra sociedad.
Marcelo Sepúlveda Oses
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