

Aquella noche inusual, la luna gigante dispuesta sobre Los Andes quizá quiso predecir la suerte dramática y terrorífica que nos aguardaba. Miles dormidos en una pesadilla insostenible escuchamos bramar la tierra, rugir sin compasión, alterar para siempre el sentido de nuestro paso por esta tierra. El adobe y las tejas antiguas regresaron al suelo, montañas de escombros adornaron las veredas y calles de Parral, el dolor apareció en muchas familias que perdieron a sus seres queridos y el paisaje del campo y la ciudad se modificó en unos minutos de tragedia desconocida. Ahora, cuando ya ha pasado un año desde aquel instante sublime, debemos esperar el consuelo para cada familia de los fallecidos y la certeza de prepararnos para otro evento de tal magnitud, pues no sabemos ni cuando ni dónde vuelva a ocurrir algo semejante y debemos tomar lección de cada error cometido, sobretodo pensando en salvar vidas humanas. Todo lo material se repone. Costará un buen tiempo en rehacer y reconstruir lo devastado, pero tenemos la certeza que con trabajo y empeño, dedicación y espíritu de superación cada construcción, cada escuela y hospital volverá a estar de pié. Esta certeza acompañará nuestro quehacer cotidiano. Fuerza y ánimo, todos juntos daremos un nuevo rostro a la ciudad y el campo, regresará la risa, cantaremos esperanza, daremos amparo al desvalido, cobijo y abrigo a quien está damnificado, saciaremos al hambriento y estaremos junto a quienes nada tienen porque lo han perdido todo. Reconstruiremos desde los cimientos, ladrillo a ladrillo, madera a madera.
Tembló el espacio absoluto y total, quebrazón de espejos y cristales, suerte ingrata y mortal. De entonces, acumulamos recuerdos, los vecinos escucharon la voz de su vecino pidiendo ayuda, las manos se tendieron solidarias, abrimos el corazón y dejamos fluir el amor del espíritu humano. Podrá pasar el tiempo, pero la memoria no olvidará, seremos los sobrevivientes del gran colapso cuando se sacudió la tierra entera y el mar enloqueció lanzando una ola gigante como serpiente venenosa para herir caletas y villorrios costeros, tragarse embarcaciones y casas, así, recordarnos que construimos sobre tierra, tierra prestada por la madre naturaleza.
Terminan las vacaciones, los niños y jóvenes vuelven a clases, el trabajo nos espera, debemos prepararnos como abeja obrera, tener presente que el crudo invierno no perdona. Es necesario trabajar para que quienes están habitando una mediagua, puedan acceder a un casa que sea el espacio familiar de regocijo y placer, sino es así, cada ciudadano deberá dar una mano, acompañar y dar respaldo a los necesitados, sobretodo a los damnificados del terremoto, las autoridades agotar todos los medios posibles para mejorar las condiciones de vida de quienes perdieron todo o casi todo a manos de la impredecible naturaleza.
No podemos, ni debemos olvidar al hermano que sufre, a veces, sólo se requiere una palabra de aliento y esperanza. Aprovechemos esta oportunidad para aplicar las bienaventuranzas predicadas por Jesús al día a día de lo cotidiano en el que sufre y necesita. Aquellos que pudimos tener descanso en vacaciones, pongamos atención en el dolor y sufrimiento del otro, después. Dios nos recompensará. El prójimo que necesita, siempre está muy cerca nuestro.
Marcelo Sepúlveda Oses
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